martes, 13 de octubre de 2009

Confesionario del absurdo

Érase una vez que nunca fue. Érase una vez que pudo llegar a ser. Aquella vez tuvo ilusión, la próxima, decepción. Un corazón que no creció, vivió encadenado a una promesa que en algún momento se fue. En esta guerra, el reloj se convirtió en su peor enemigo pues cambiaba de posición a cada segundo. Sesenta movimientos para un jaque mate. Uno solo duró toda una vida. En esta batalla, se declaró herido, no pudo continuar, abandonó, al contrario de lo que un día se prometió. Un diario de experiencias, vivencias diarias, muriendo tras ellas. Confiesa sus victorias y miente en sus derrotas escondiendo tras un pañuelo de papel los kilómetros de lágrimas que un día dejó atrás. Un mar de dudas sofocó su razón y a cuya orilla arrastró los desperdicios el río Soledad. Afluentes de sudor corrían por su frente, inundando las llanuras mentales que la tristeza erosionó. Fumando esperanza y respirando humo de desengaño. Humo que nubló su vista y le hizo perderse en la ignorancia. Kilos de arena sobre su pecho le impedían respirar. No sentía angustia, sino alivio. Alivio por el próximo final de una vida sin sentido. Alivio por la oportunidad que le brindaba la muerte de su cuerpo y el nacimiento de su alma. Reciclando sensaciones, desechando sentimientos. Lógico final para una historia absurda. Lógica que aplastó sus ilusiones y las transformó en veneno para el mundo. Veneno que destapaba y corroía sus heridas, sus manos en carne viva.

Esta es su historia. Historia de lo absurdo, historia de su desvida, de su desgana. Historia de una vieja ilusión, vagabunda, que luchó por vivir hasta la última chispa del fuego en el que un día decidió arder vivo.

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